
Reseña de la nueva obra de Arturo Pérez Reverte, por Héctor J. Castro
Pues ya lo he leído entero, y creo de justicia comentarlo para quien tenga interés en conocer mi opinión. Comenzaré diciendo, porque es relevante, que he leído toda la saga, así que la conozco bien. A bote pronto, recién terminada la novela, me ha parecido posiblemente el más flojo. Sé que cuando una saga lleva ya tantas entregas cada vez es más difícil ser original, pero me dio la sensación al leerlo que transcurría un camino ya conocido. Me pareció una novela como compuesta con escenas y retazos de las otras. De hecho la trama es prácticamente la misma que el anterior en Venecia. Y la escritura hecha ya en piloto automático (él ya sabe de sobra lo que le funciona), pero los diálogos con tanto refrán y frase hecha se me hicieron cargantes. Como punto positivo diré que el libro tiene un ritmo admirable y es muy entretenido (lo que ya es decir mucho) y las escenas de acción estupendas, en su línea. También hay que admitir que el pastiche de juntar a Alatriste con los Tres Mosqueteros era tremendamente arriesgado y no le salió mal del todo. No es forzado, aunque, a cambio, tampoco acaba de estar tan bien aprovechado como se merecía algo que va a suceder solo una vez en la literatura, que es una aventura mezclando a esos personajes. Salvo Athos, el resto están de adorno; y un Richelieu de lo más insulso. No me las quiero dar de tal, pero creo que yo lo hubiera hecho mejor si me la hubieran encargado.

¿El principal problema que yo le veo? Que Reverte sigue enrocado en su visión y de ahí ya no se mueve. De los treinta mil libros que se ufana de tener no debe de haber ninguno de los últimos 15 años; y si los hay, los tiene de atrezzo. Es obvio que no se ha parado a leer a Marcelo Gullo o a Victor Carboneras; o a escuchar a Gonzalo Rodriguez o a Santiago Armesilla, gente que lleva años rompiendo tópicos y leyendas negras.
En entrevistas, él dice que algunos lo criticamos por contar lo malo que había en España entonces. No, señor mío, nada más lejos. Lo que molesta es que usted invente o repita a machaca martillo mitos decimonónicos y afrancesados. Por ejemplo La Inquisición, pues dirá usted lo que quiera, pero entre otras muchas cosas evitó que en España entrase el protestantismo, lo que suponía tener una guerra civil de religión, como sucedió en Alemania, en Inglaterra, en Holanda o en su admirada Francia. En un pasaje de esta novela, sin ir más lejos, Alatriste observa al rey de Francia vestido con coraza, que está supervisando el asedio al que las tropas reales tienen sometida a La Rochele, y piensa que le da pena y envidia, porque nunca vio a Felipe IV con armadura en una batalla. Bueno, vale, ¿pero prefiere usted al rey de Francia armado para asediar y matar a su propia población, a su propia gente en su propia tierra?

Digo yo que será mejor Felipe IV, aunque lo disfrace del rey pasmado que no era, en un corral de comedias, en los toros o en la alcoba de una comedianta, pero no librando una fratricida guerra civil.
Luego me hace gracia que según él España era un país de fanáticos religiosos, en cambio de sus personajes principales ninguno es religioso. Todos con esa mirada cínica, o cansada, o ¡lúcida! su palabra favorita, cuando se trata de la religión. Hay un diálogo concreto que me subió la sangre a la cabeza. Están hablando de Paris, de las muchas cosas que tiene, y Quevedo dice algo así como “En España nos gastamos el dinero en otras cosas” y Alatriste dice “En defender la verdadera religión —sonrió cínico.” Ese sonrió cínico me mata. ¡No vaya a ser que un soldado español del XVII hable en serio de defender la religión! En fin, para no alargarme más. Una novela de aventuras decente. Tampoco notable pero decente, que venderá como churros y será aupada al olimpo por los que aún sufren revertitis aguda, que no es mi caso. Publico aquí la reseña que en Zenda dicen que no tienen sitio.
Héctor J. Castro